viernes, 21 de agosto de 2015

Yemas de Santa Teresa

El miércoles pasé la tarde con mi madrina Crucita. No hubo palabras. Tan sólo caricias, besos y miradas, unas veces vacías y otras cargadas de sentimientos diversos: amor, tristeza, incomprensión, dudas...Mi madrina es mi segunda madre, esa persona que me cuidó de bebé cuando mis padres trabajaban desde la mañana a la noche. Es aquella mujer que me pudrió la dentadura con amor cuando, contra toda tendencia pedagógica de hoy en día, acallaba mis llantos con chupetes rebozados en azúcar. Gracias a Dios no tenía a mano un brick de Don Simón. Si no, probablemente hubiera acabado siendo un alcohólico precoz.

Crucita sufrió un ictus severo el mes de mayo, que se añadió al alzeheimer incipiente que ya empezaba a asomar. Como consecuencia de ello, perdió totalmente el habla y la movilidad en casi todo el cuerpo, salvo el brazo derecho. No supe nada hasta la semana pasada cuando le llamé para felicitarle por su octogésimo primer cumpleaños. Otra etiqueta más para mi póster: mal ahijado.

La primera mirada que me dirigió fue como la de mis alumn@s cuando les escribo en la pizarra la interpretación geométrica de la derivada. Creo que si Crucita hubiera sido yankee y hubiera tenido 60 ó 70 años menos hubiera soltado un "what the fuck!". Mis primeros besos en sus mejillas fueron como los de los judíos en el muro de las lamentaciones, cargados de simbolismo pero plantados sobre una piedra. Sin embargo, poco a poco y con la ayuda de su hijo Jesús Mari, que le recordaba una y otra vez que había venido a visitarle Iskandar, y las anécdotas de la infancia que yo le relataba (como aquel chocolate de Elgorriaga que escondía debajo del armario), algo se despertó en esa inescrutable mente. A veces quise ver en ella sonrisas cómplices, de esas que te echaban en cara "¡qué trasto eras, jodido!" y miradas de impotencia por no poder expresar en palabras todo el amor que siente por mí. Esto último no es mérito mío, porque Crucita es el amor hecho carne. Es de aquellas personas que se ha creído a pies juntillas el mensaje de salvación cristiana a través del sacrificio por los demás. Vamos, imaginaros a Santa Teresa en los siglos XX y XXI, pero sin ser anoréxica (que dicen que lo era, aunque también corren rumores de que su misticismo y sus visiones tenían el mismo origen que el de Sid Vicious).


La visita también revolvió en mi interior ese sentimiento tan cristiano de la culpabilidad. Me sentí egoista, un niño temeroso y encerrado en problemas superfluos como el de la anorexia. Esta es una de las grandes trampas de esta enfermedad y de otros muchos trastornos mentales y/o adicciones. Porque no hay ninguna barrera física que me impida mandarlo todo al carajo y comerme una napolitana de chocolate en la pastelería de la esquina, ni tomarme tres cervezas con mi hermano en el chiringuito de la playa. Lo mismo que el alcohólico, uno piensa que es el culpable de no evolucionar, de no hacer lo suficiente para salir de esta cueva. Hay momentos en los que llego a pensar que el voluntarismo debiera bastar para romper estas cadenas y vivir una vida "normal". Es como el principio de la navaja de Ockham: en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta. "Coño, ¿qué eres anoréxico?¿qué problema hay? Pues come" o "deja de picarte si eres yonki" o "sal de tu puta casa si eres agorafóbico". Lamentablemente el voluntarismo, al menos a mí, no me ha dado resultado hasta ahora y no creo que lo haga a no ser que lo complemente con una terapia adecuada.

Cuando puse por última vez mi dedo índice en la palma de la mano derecha de Crucita,  ella lo apretó con fuerza por unos instantes. No quiso retenerme a su lado más de lo necesario, sino transmitirme el valor y tesón necesarios para seguir adelante, por encima de culpabidades y remordimientos.

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