martes, 7 de julio de 2015

Huesos de santo

Se me hace muy difícil empatizar con las emociones y sentimientos de las demás personas, incluso identificar a veces mis las mías propias. Recuerdo que una vez un terapeuta me sugirió que mi perfil, salvando muy mucho las distancias, se asemejaba al de un sicópata. Aún así, me doy cuenta de que todas las experiencias humanas son muy personales y creo que hay vivencias que resultan muy difíciles de comprender si no se han padecido en carne propia. Por ello, a mí me resultan incomprensibles el síndrome de Estocolmo de la víctima de un secuestro o cómo una persona que ha sufrido violencia de género vuelve con la pareja que la ha maltratado argumentando que es el amor de su vida. Sin ánimo de establecer comparaciones de dolor y sufrimiento, como apuntaba en mi primer post En carne viva, la anorexia es una de esas experiencias tan subjetivas.

En el invierno de 2013 estuve pasando la época más difícil hasta ahora del trastorno que me ha venido acompañando duarnte estos 28 años. Para que os hagaís una idea, pesaba tan sólo 40 kilos y, según me confesaron después algunos amigos, tenía un color amarillo que envidiaría el propio Jackie Chan. Os ahorro fotografías, porque no quiero quitaros las ganas de comer un pincho de tortilla. El hueso de la rabadilla sobresalía de mis inexistentes nalgas como si fuera la cola de un pequeño diablo. De hecho, cuando me senté en los asientos del metro por primera vez con esta figura, pensé que los habían cambiado para hacerlos más incómodos. La mirada era la de un cadáver, sin ningún tipo de brillo, y los ojos se hundían en unas fosas más profundas que las de las Marianas. Mi hermano mayor en una ocasión me preguntó "¿Te has pegado un golpe?Tienes el pómulo hinchado". Evidentemente, se refería al afilado hueso que angulaba mi rostro.

Ahora que ya he recuperado algo de peso y parte de la energía vital que la anorexia me robó en ese tiempo, yo también tengo mi pequeño "síndrome de Estocolmo" particular. Al mirarme en el espejo, aún añoro esa rabadilla diabólica y esos pómulos dignos de Angelina Jolie. Cuando esta idea me ronda por la cabeza, vuelvo a leer algunas páginas del diario que escribí en esa época. Aquí transcribo un extracto para que os podaís hacer una idea de mi experiencia.

Volví a casa con la mente ajetreada, ese pensamiento de que el fantasma de la muerte me acompaña y la sensación de que no podré remontar el vuelo. Me puse el pijama y me tumbé en el sofá para ver la televisión. Cené fruta y un té, incapaz de centrar mi atención en el programa. El frío y la sensación de oscuridad me rodeaban. Sentí de nuevo ese pánico de los últimos días, el de estar llegando a un final o a una época de cambios que no voy a poder controlar. Me daba miedo acostarme, pero a la vez esperaba que el sueño reparara mis pensamientos y me liberara de esa pesada carga que sentía.

Pues a pesar de los ataques de pánico, del fantasma de la muerte, del insomnio y de otras muchas calamidades, sigo buscando en el espejo esa rabadilla y esos pómulos prominentes. Me atrae la idea de volver con mi secuestrador, de que me sigan maltratando. Me imagino que este concepto es incomprensible para alguien que no padezca anorexia, que no pueda entender la sensación de (falso) control y el "chute" de poder que experimentamos.

Por ello, si para algo me ha servido esta experiencia tan traumática, es para intentar entender mejor a las personas que sufrimos dependencia, en sus diferentes vertientes: a las toxicómanas, que buscan su dosis por encima de todo a pesar de ser conscientes de que están acabando con su vida, o a l@s ludópatas, que necesitan la adrenalina del juego aunque esté arruinando su futuro y el de su familia. Yo también me estoy quitando...

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