lunes, 20 de julio de 2015

Ropa vieja

El sábado acudí a una quedada con los viej@s (pero bien conservad@s) compañeros de clase del colegio. Toda cita que se precie (y más entre vasc@s) debe ir acompañada de una suculenta comida y los correspondientes tragos de antes y después. Por ello, cualquier celebración de este tipo enciende la alarma roja en la mente de un anoréxico y es muy probable que recurra a su listado de mentiras para escaquearse. 

En mi caso, esta vez tampoco tuve el valor suficiente para deshuesar con la boca unos pollos (en este término no queda bien poner "@" para el doble género). Gracias a mi sinceridad con las organizadoras del evento y al respeto con el que me tratan, no tuve que excusarme para no estar presente en la comida. Pero, afortunadamente, tuve el suficiente buen juicio para reunirme con ell@s y pasar una estupenda tarde. La diferencia es que mientras la gente normal se relaja en la terraza con una cerveza fresquita o un Gintonic con semillas de cardamomo, un cardo como yo hace el memo pidiendo un descafeinado americano con hielo y sacarina. Y os puedo jurar que a mí me gusta chupar del frasco como al que más.

De cualquier modo, para mí este tipo de reuniones tienen una función terapeútica. Recibo dosis doble de las únicas medicinas que conozco hasta ahora para mejorar en mi trastorno: amor y humor. Amor a través de los largos abrazos y besos de recepción y despedida. Y humor por medio de las repetidas anécdotas de nuestra época estudiantil. Me resullta curioso observar como han evolucionado las personas con el paso de los años pero como, al mismo tiempo, todos conservamos algún rasgo identificativo de la personalidad que nos convierte en seres singulares y únicos y que ya se hacía patente en nuestra niñez y adolescencia. En mi caso, la gente del colegio me recuerda como "un gordito empollón". A pesar de que los dos últimos años del colegio el trastorno ya me acompañaba y era un adolescente delgado, pesaban más los doce años anteriores de convivencia juntos. Es interesante darse cuenta de cómo se anclan los recuerdos y da muestra de que nuestra memoria nos miente más que un anoréxico a la familia a la hora de comer.



Al día siguiente, una de las organizadoras (sobreponiéndose a la resaca que le masajeaba las sienes) me mandó un mensaje para agradecerme que hubiera acudido y que concluía con una frase que me ha dado pie a esta reflexión: Lo creas o no, como alguien dijo anoche, eres un tipo muy interesante con una conversación muy agradable. Mi amiga tiene razón. No en la segunda parte de la afirmación, que eso forma parte de la opinión, sino en la primera: una persona con una autoestima deteriorada como yo nunca acaba de creerse los piropos que le dedican. Mi mente funciona siempre como los equipos de Clemente, a la defensiva, y lo primero que me susurra es: claro, lo dice porque no te conoce tan bien como tú a ti mismo.

Uno de los rasgos significativos de las personas anoréxicas es el perfeccionismo. A mí me cuesta mucho aceptar los matices grises de la vida y, en un signo evidente de inmadurez, en el día a día me muevo en la búsqueda de blancos y tratando de evitar los negros. La sombra de mi personalidad me da miedo y, consecuentemente, creo que asustaría a los demás. Es aquí donde la anorexia cumple una función primordial, porque al impedir que establezcas relaciones profundas, te salva de que la gente que te rodea pueda tener acceso a tu lado oscuro. Prefieres que la relación se quede en un plano superficial, que se reduzca a una especie de holograma de tí, no sólo a una imagen corporal perfecta, sino a unos rasgos de la personalidad ideales. Aunque quiero pensar lo contrario, supongo que mi autoestima depende tanto de los juicios de los demás como de lo que me canta la báscula por la mañana. Sin embargo las opiniones, a diferencia del peso, son subjetivas y pueden variar de un instante a otro.

Cuando uno duda de sus habilidades sociales y tiene miedo de decepcionar a la gente a la que quiere, resulta mucho más sencillo relacionarse con la balanza. Ahí te sientes seguro en cómo debes actuar: si comes poco no vas a subir de peso. En una realidad que a ojos de un perfeccionista resulta caótica y complicada, una marea turbulenta, esta salida ofrece al naúfrago un ancla segura, que le lleva a una isla paradisiaca pero desierta.De momento lo único que puedo hacer es meter este mensaje en una botella y lanzarlo al mar, esperando que alguna barca pueda acudir algún día en mi ayuda. Porque tengo poca confianza en poder llegar nadando por mí solo hasta tierra firme.

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