miércoles, 22 de julio de 2015

Pizza de masa fina

Ayer recibí una visita especial: la de mi brother Iñigo. Iñigo tiene mi edad y no somos gemelos ni mellizos. Pesa casi el doble que yo y nació en Kenia. Mi ama entonces no tenía el don de la ubicuidad y sus periodos de gestación eran normales para un mamífero de su especie. Muy bien, Sherlocks que me leeís, si habeis deducido que Iñigo no es mi hermano de leche (si acaso lo fue de cervezas o kalimotxos). De pequeños compartimos muchos veranos de risas y confianzas y, aunque la vida nos ha mantenido muchos años alejados, creo que cada vez que nos encontramos, los dos regresamos a esa etapa de nuestra niñez. Creo que la base de nuestra relación es que ambos nos sentimos cómodos, que no nos juzgamos y respetamos nuestras diferencias y nos regocijamos en nuestras similitudes.

Sin embargo, la visita de Iñigo y su familia me obligó a alterar mi rutina diaria. Eso es algo que me crea mucho ajetreo mental. Por las tardes, tengo la imperiosa necesidad de darme un paseo de al menos una hora con el fin de hacer hambre para la cena. En realidad, me siento incómodo si no hay algo de actividad física, aunque sea leve o moderada, entre dos ingestas. Soy como un comerciante que tuviera que vender un producto antes de comprar otro nuevo; los stocks me generan pánico. Como había quedado con Iñigo a las seis, necesitaba salir de casa a las cinco para pasear una hora.

La visita fue tan encantadora como prometía. Tuve el placer de conocer a Carla, la esposa de Iñigo, y a sus hijos, Enrique y Eneko. Y, mientras los niños se divertían en las barracas, mi bro y yo charlamos en spanglish, y se nos escapó algún que otro fuck y unos cuantos shit.

Tal y como describo el encuentro, puedo transmitir total tranquilidad y relajación. No obstante, la mente de un anoréxico tiene dos compartimentos: uno está dedicado exclusivamente al trastorno y el otro se reserva para el resto de las funciones cognitivas. Es algo similar a un computador con doble microprocesador: el principal es el que lleva el peso del equipo y las funciones auxiliares se reservan al segundo. Aunque no sepaís mucho de informática, me imagino que no tendreís duda de cuál es el procesador que lleva el mando en mi cerebro. Y es un chip muy delicado, que maneja cientos de señales de alarma. Iñigó se acercó a la churrería y... piiiiiiiii!!!! ¡Alerta! ¡Defcon-1!. El sabe de mi trastorno y, como ya he dicho, me respeta en suma medida. Simplemente, por educación, me preguntó "Tú no quieres, ¿no?" Y yo se lo agradecí con una sonrisa y le conté como ama nos hacía churros caseros de pequeño los domingos por la mañana.

Bien, pues este chip funciona con un reloj atómico de cesio, que debe de tener una precisión de 50 nanosegundos por cada hora. Mi hora de cenar es habitualmente a las nueve de la noche. Por tanto, a medida que se acercaba esta hora, mi desasosiego crecía un poquito más. A pesar de que mi segundo procesador disfutaba de la maravillosa compañia de mi bro y su familia, el principal tenía la necesidad de deshacerse de ellos para ejecutar la rutina.


Un buen anfitrión hubiese invitado a los visitantes a una cena en su casa o en un restaurante del pueblo, algo que a mi parte racional (la no automática) le hubiera gustado hacer. Yo me limité a llevarles a una pizzería y acompañarles en la cena. Iñigo fue tremendamente amable y sólo preguntó una vez si quería comer o beber algo. Obviamente, el primer procesador era el dueño absoluto de mi cerebro en esa parte del algoritmo. Me senté junto a ellos y fuí un mero observador de una cena de familia.

La presencia de la comida nos dió pie a los dos para hablar del trastorno. Iñigo preguntaba con curiosidad, sin juzgarme, con un sano interés por una persona a la que ama. No me dió consejos, no se compadeció de mí, respetó mi actitud, mi dolor y mi destino. Yo le confesé mi sueño: "No es comer todo lo que quiera sin engordar. Es no preocuparme por si hoy he comido o no. Que no me importe si en el plato hay brócoli o morcilla. Que me pueda ir a la cama sin cenar con tres cervezas en el cuerpo. Que la báscula tenga tanta importancia en mi cuarto de baño como el bidé. Que ellas me amen por mi cuerpo y no por mi intelecto (esto no lo dije, pero lo he pensado alguna vez. Maite nazazu gutxiago eta erabil nazazu gehiago!)"

Los chicos estaban cansados después de un largo día y les despedí a las nueve y media. La alarma del procesador principal pasó a Defcon-5 y el secundario pudo disfrutar de abrazos y besos en familia. El programa y su rutina habían estado en peligro, pero se estaban ejecutando con normalidad, aunque con un pequeño retardo. Era libre de ir a casa y cenar sólo mi fiambre de pavo, mi queso fresco y mi fruta. Me recuerda a mi perro Morete al que, después de estar atado desde cachorro, mi aita quiso soltar por primera vez con ocho años y el bueno de Morete le mordió. Shit!

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