viernes, 21 de agosto de 2015

Yemas de Santa Teresa

El miércoles pasé la tarde con mi madrina Crucita. No hubo palabras. Tan sólo caricias, besos y miradas, unas veces vacías y otras cargadas de sentimientos diversos: amor, tristeza, incomprensión, dudas...Mi madrina es mi segunda madre, esa persona que me cuidó de bebé cuando mis padres trabajaban desde la mañana a la noche. Es aquella mujer que me pudrió la dentadura con amor cuando, contra toda tendencia pedagógica de hoy en día, acallaba mis llantos con chupetes rebozados en azúcar. Gracias a Dios no tenía a mano un brick de Don Simón. Si no, probablemente hubiera acabado siendo un alcohólico precoz.

Crucita sufrió un ictus severo el mes de mayo, que se añadió al alzeheimer incipiente que ya empezaba a asomar. Como consecuencia de ello, perdió totalmente el habla y la movilidad en casi todo el cuerpo, salvo el brazo derecho. No supe nada hasta la semana pasada cuando le llamé para felicitarle por su octogésimo primer cumpleaños. Otra etiqueta más para mi póster: mal ahijado.

La primera mirada que me dirigió fue como la de mis alumn@s cuando les escribo en la pizarra la interpretación geométrica de la derivada. Creo que si Crucita hubiera sido yankee y hubiera tenido 60 ó 70 años menos hubiera soltado un "what the fuck!". Mis primeros besos en sus mejillas fueron como los de los judíos en el muro de las lamentaciones, cargados de simbolismo pero plantados sobre una piedra. Sin embargo, poco a poco y con la ayuda de su hijo Jesús Mari, que le recordaba una y otra vez que había venido a visitarle Iskandar, y las anécdotas de la infancia que yo le relataba (como aquel chocolate de Elgorriaga que escondía debajo del armario), algo se despertó en esa inescrutable mente. A veces quise ver en ella sonrisas cómplices, de esas que te echaban en cara "¡qué trasto eras, jodido!" y miradas de impotencia por no poder expresar en palabras todo el amor que siente por mí. Esto último no es mérito mío, porque Crucita es el amor hecho carne. Es de aquellas personas que se ha creído a pies juntillas el mensaje de salvación cristiana a través del sacrificio por los demás. Vamos, imaginaros a Santa Teresa en los siglos XX y XXI, pero sin ser anoréxica (que dicen que lo era, aunque también corren rumores de que su misticismo y sus visiones tenían el mismo origen que el de Sid Vicious).


La visita también revolvió en mi interior ese sentimiento tan cristiano de la culpabilidad. Me sentí egoista, un niño temeroso y encerrado en problemas superfluos como el de la anorexia. Esta es una de las grandes trampas de esta enfermedad y de otros muchos trastornos mentales y/o adicciones. Porque no hay ninguna barrera física que me impida mandarlo todo al carajo y comerme una napolitana de chocolate en la pastelería de la esquina, ni tomarme tres cervezas con mi hermano en el chiringuito de la playa. Lo mismo que el alcohólico, uno piensa que es el culpable de no evolucionar, de no hacer lo suficiente para salir de esta cueva. Hay momentos en los que llego a pensar que el voluntarismo debiera bastar para romper estas cadenas y vivir una vida "normal". Es como el principio de la navaja de Ockham: en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta. "Coño, ¿qué eres anoréxico?¿qué problema hay? Pues come" o "deja de picarte si eres yonki" o "sal de tu puta casa si eres agorafóbico". Lamentablemente el voluntarismo, al menos a mí, no me ha dado resultado hasta ahora y no creo que lo haga a no ser que lo complemente con una terapia adecuada.

Cuando puse por última vez mi dedo índice en la palma de la mano derecha de Crucita,  ella lo apretó con fuerza por unos instantes. No quiso retenerme a su lado más de lo necesario, sino transmitirme el valor y tesón necesarios para seguir adelante, por encima de culpabidades y remordimientos.

domingo, 16 de agosto de 2015

Pescaito frito

Comentaba mi cuñada Itziar en uno de los apacibles desayunos en la terraza del apartamento de Islantilla que había leído que, de media, una persona engorda unos 3 kg. en vacaciones. Si esta estadística es cierta, algún espabilao se ha tomado las cañas, coquinas y navajas que habían sacado en el chiringuito para mí. Porque yo en una semana de relax he adelgazado un kilo. Para aquell@s que tengan la tentación de sentir envidia, les ruego que no se precipiten y lean el artículo hasta el final.


¿He escrito relax? Pues he mentido como un bellaco. Porque para un anoréxico como yo escapar de la rutina es del todo menos relajante. Te obliga a estar en guardia permanente. Más aún cuando has de integrarte en un grupo y has de aceptar sus costumbres y nuevos horarios y pautas de alimentación. Para mí pasar una semana de vacaciones junto a mi hermano mayor y su familia resulta un ejercicio terapeútico.

Mi hermano Fara es un tipo simple y esta simplicidad es la causa de mi admiración y devoción por él. Quiero decir que no es un persona dada a grandes planteamientos teóricos, sino que tiene un sentido práctico de la vida. En sus dos semanas de vacaciones con la familia una norma prevalece por encima de todas: no hay horarios. Que hay hambre, se come. Que hay sueño, se duerme. Que hay sed, caña en el chiringuito. No hay que complicarse la vida más de lo necesario. Alguien podrá pensar que mi hermano Fara es un tipo bastante normal. Correcto. Pero esta normalidad es tan ajena a mi forma de proceder que buscarla en mí me genera la misma expectación que encontrar el punto G en la anatomía femenina. Tengo grandes dudas de que exista. La normalidad en mí, quiero decir. De lo otro ni puñetera idea.

El cambio de hábitos alimenticios te obliga a tomar nuevas referencias. La táctica habitual, al menos en mi caso, es fijarse en lo que comen los demás e ingerir un poquito menos. Aparte de renunciar a los aperitivos de entre horas, algo que ya tienes perfectamente integrado durante el resto del año. Te vuelves más desconfiado y, en consecuencia, más restrictivo.

Como los bombardeos de Bush en Irak, este comportamiento suele acarrear daños colaterales. Por ejemplo, a mí en cuanto viajo se me cierra el culo. No en sentido sexual, sino que hacer las maletas me estriñe. De hecho, he pasado varios días con retortijones de estómago por culpa de los gases. Hasta cierto punto, creo que este estreñimiento es la somatozación de mi miedo a perder el control de la alimentación. Además, me proporciona la excusa perfecta para saltarme alguna comida o prepararme el almuerzo solo en la casa mientras el resto de la familia acude al coqueto restaurante del puerto.

Tanto mi hermano como mi cuñada me tratan siempre con gran indulgencia y respetan mis peculiaridades y manías con gran paciencia. Yo creo que se hacen a la idea de que pasan una semana de vacaciones con tres niños,o sea, mis dos sobrinos y yo. Puede que el amor sea una divisa tan fuerte como el dólar y no esté tan sujeta como el yuan chino a las políticas de mercado. Pero siento que con mi actitud egoísta estoy agotando poco a poco el crédito de la gente que me quiere.

A pesar del miedo, los retortijones y el dolor de espalda y las rozaduras en el cóxis que me he traído del parque acuático, ha sido una semana especial. Sinceramente, tengo una familia que no me merezco, que me da mucho más amor del que yo le puedo devolver. Espero hacerlo algún día en forma de cañas en el chiringuito.

jueves, 6 de agosto de 2015

Sal de frutas

Cuentan que una mañana Don Cosme, un viejecito algo duro de oído y malas pulgas, acudió a la consulta de su médico de cabecera visiblemente enfadado y le espetó en su cara: "¡Vaya mierda de doctor que es usted! La receta que dió no me ha servido de nada. He visitado todos los prostíbulos del pueblo y no se me ha quitado el dolor de estómago".El galeno, resignado, le respondió dulcemente: "Le dije sal de frutas, Don Cosme, SAL DE FRUTAS!!!".

Yo no he probado en mis carnes la receta de Don Cosme para curar la anorexia, a pesar de que en varios de los posts anteriores he abogado por el amor como una de las principales medicinas para recuperarse de este trastorno. Pero no me refería precisamente al amor de pago, aunque tal vez funcione, no lo sé. Tal vez debería probarlo. Desde el punto de vista económico, no creo que las visitas a profesionales del amor fueran mucho más caras que las visitas a profesionales de la salud mental.

A través de la asociación ACABE, he conocido a varias personas que han conseguido recuperarse de la anorexia. Además, también he leído otros testimonios de gente que lo ha logrado. Todas ellas cuentan con mi admiración y mi envidia. Han recorrido distintos caminos, todos ellos duros y complicados, pero al final han alcanzado un estado en el que encuentran cierta comodidad. Aunque tal vez no se pueda clasificar de cura completa, han logrado poner coto a la obsesión que les ha perseguido durante tanto tiempo.

Como ya he apuntado, han empleado distintas herramientas en su recuperación. Evidentemente, todo proceso de rehabilitación parte de la base de la motivación. Pero no creo que el voluntarismo por sí mismo, ese "yo me curo por mis santos cojones/ovarios", pueda resolver el problema. Me parece vital la figura de un terapeuta. En mi opinión, el terapeuta no tiene necesariamente que ser un profesional de la salud mental. Es aquellafiguraque nos acompaña durante algún tramo o todo este camino y nos guía, propiciando cambios sicológicos o de comportamiento. Es un guardián que tiene una de las llaves (o el manojo entero) para abrir cada una de las puertas que se va encontrando el paciente y que le conducen al exterior de la cárcel en la que ha estado encerrado. Cada una de las llaves toma la forma de la cerradura en la que encaja y puede materializarse como palabras, gotas de homeopatía, masajes, ejercicios corporales y/o de respiración, etc.

A lo largo de mi camino de vuelta he conocido a distintos terapeutas, profesionales en ámbitos tan diversos como la siquiatría, la sicología, el balance polar electromagnético, las constelaciones familiares, la homeopatía...Como ya comenté en mi post Cigarrillos de chocolate no he sido un paciente ejemplar. Me han faltado confianza y paciencia.

Ayer tuve una sesión improvisada. La terapeuta fue mi hermana Alazne, una persona a la que admiro, quiero y respeto por partes iguales, aunque no necesariamente por este orden. No me atrevo a contar su historia en este blog, porque creo que eso debería hacerlo ella y merecería un blog aparte. Sólo os diré que Alazne comprende muy bien el proceso por el que estoy pasando y me conoce mejor que yo a mí mismo. Me atrevería a decir que somos dos almas gemelas. Sólo que ella tiene un sentido de la moral mucho más refinado que el mío. Somos como el angelito y el diablillo de un mismo personaje. Ella el Dr. Jekyll y yo Mr. Hyde.

La herramienta terapeútica que utiliza mi hermana conmigo es la bofetada zen. La bofetada zen la defino como una frase o argumentación que en cualquier momento le resulta obvia al paciente, pero que dicha por la persona, en el tono y momento adecuados, generan en él una pequeña o grande revolución. La bofetada zen no hace vibrar tus mejillas, sino que impacta directamente en tus hemisferios cerebrales. Y ayer mi hermana me dió dos.

La primera cuando le comenté que mi hermano mayor y mi cuñada me habían invitado a pasar unos días de asueto en un apartamento de la playa en Huelva. Yo trataba de justificar mis dudas, argumentando que estaba a gusto en el pueblo, disfrutando de la piscina...pero ella no me dejó terminar. En un tono académico tradujo mi frase sin necesidad de echar un vistazo al diccionario anoréxico/resto del mundo "ya...lo que te molesta es que vas a perder el control sobre las comidas, y que tú no puedes decidir cuando comer fuera ni qué comer. Que te vas a enfrentar a la vida a la que nos enfrentamos el resto de los mortales. Pero así es la vida chico si te quieres recuperar". Gancho al  hemisferio derecho. Media hora más tarde tenía en mi mano el billete de autobús para el fin de semana. Un discurso parecido me lo había soltado 24 horas antes Angel, el siquiatra de la unidad TCA de Galdakao. ¿Por qué su certera argumentación no fue una bofetada zen? ¿Cuestión de tono, de momento o de confianza?

Pero la segunda sacudida aún fue más violenta. Alazne me confesó que suele leer mi blog y que el otro día quiso escribir un comentario a cuenta de mi artículo La recena. Pero que se quedó en el camino. Por eso me transmitió su comentario de viva voz:

¡Qué bien escribes! Bueno, como todo lo que haces, ¿no?. Pero, ¿quién es ese Gari que habla? Es un tío que ocupó la casa de Iskandar hace casi treinta años y que le echó a patadas. Para todos los que te queremos es un extraño. Yo no conozco a ese Gari, ni siquiera a Iski. Yo quiero que vuelva Iskandar, ese hermano que me explicaba los ejercicios de matemáticas mejor que mi profesor . Ese tío brillante, alegre, que era el alma de la fiesta y un desastre en los trabajos de plástica y pretecnología, imperfecciones que formaban una parte de su encanto. Y echamos de menos sus mejillas rollizas y sudadas y el brillo en su mirada. Han pasado casi treinta años y seguimos esperando a que vuelvas a casa, tires la puerta abajo y le devuelvas a ese tal Gari la patada y lo desahucies de una vez por todas. Y vas a cumplir 44 años...

Ójala este año yo sea el protagonista del anuncio de turrones "El Almendro" y vuelva a casa por Navidad. Se que os haría más felices que el calvo de la lotería.

martes, 28 de julio de 2015

Huevos al colchón

Este no es el título de la última película de Nacho Vidal. No porque éste no sea un blog de sexo, que lo es, sino porque aquí no se hace publicidad de individuos con un tamaño de pene inferior al del autor. A cuenta de esta boutade, me ha venido a la cabeza una frase que me dijo una vez una compañera de sexo que tuve (cuyo nombre no citaré, para que no tenga que pasar la verguenza de que los demás sepan que se acostaba con un tipo como yo). Bueno, el caso es que estando piel con piel me susurró al oído: "Iski, ¡qué flaco estás!" Y añadió para mi escarnio "Mi amiga x tiene una política clara respecto al sexo con tíos flacos. Nunca se folla a los que pesan menos que ella" En este sentido, los anoréxicos jugamos con ventaja.

Centrándome en el asunto, huevos al colchón es el nombre de un plato que yo sólo le visto cocinar a mi ama. Consiste básicamente en un huevo escaldado que se recubre con bechamel, harina y pan rallado y se fríe como si fuera una croqueta. Ella lo aprendió de niña mientras trabajaba como críada en casa de una marquesa de Neguri. Nos lo preparaba en contadas ocasiones, coincidiendo con algún evento especial, sobre todo si coincidía con una visita de mi prima Nerea, que se pirraba por el invento de mi ama. La forma tradicional de comerlo es empezar con la costra crujiente de los alrededores, como si fuera una simple croqueta. Después se destapa el huevo, ingiriendo la parte superior de la corteza, y se accede al tesoro escondido: un precioso huevo listo para untar. A mí el plato me ha marcado tanto que incluso le dediqué un relato al mismo, que obtuvo el primer premio en un pequeño certamen literario y que, por supuesto, dediqué a mi ama.



Ya he citado en alguno de mis anteriores artículos que la anorexia es un problema complejo y que no suele obedecer a una única causa. Yo empecé con 15 años. Recuerdo que fue un mes de junio. Entonces era un adolescente regordete que quería empezar a gustar a las chicas (¡Inocente de mí!) Tengo en mente que fue un verano muy conflictivo donde, ante mi negativa a comer, las relaciones con mi ama, que lo intentaba de todas las maneras (por las buenas y por las malas) para que así lo hicera, se resintieron enormemente. Las discusiones y peleas estaban a la orden del día. Pero la anorexia no hizo más que sacar a la luz lo que ya de por sí era una relación conflictiva.

Mi ama es una auténtica superviviente. No lo digo sólo porque sea una mujer a punto de cumplir 79 años que tiene que afrontar la última etapa de su vida desde una silla de ruedas por culpa de un maldito accidente de tráfico. A lo largo de su vida ha tenido que afrontar más de una tragedia que a muchos de nosotros nos hubieran quitado las ganas de vivir para siempre. Y ella lo ha hecho desde una fortaleza y una entereza digna de admiración por propios y extraños.

Como buen hijo que se precie, me considero un desgradecido que nunca será capaz de valorar lo suficiente todo el esfuerzo que sus progenitores hicieron por él. Además, todo hijo modelo busca a través de sus actos el amor de sus padres. Yo no podía ser menos y, por fidelidad a ellos, he desarrollado aquellos rasgos de su personalidad  que más criticaba y, desafortunadamente, no he sabido/querido heredar sus más grandes virtudes.

Por ejemplo, mi ama es una persona muy exigente. Si le invitas a comer a tu casa es muy probable que nada más cruzar el umbral de la vivienda te diga "esas cortinas están mal colgadas". Como buen hijo, yo he heredado fielmente esta exigencia, para mí mismo y para con los demás, e incluso creo que la he aumentado. Me considero un insatisfecho nato. Ahora bien, la capacidad de sacrificio de mi ama, su enorme sentido de la ética, su generosidad, ese corazón que no le cabe en un puño...todo eso se me ha quedado por el camino.

Desde un punto de vista sicológico, es asumido que la madre representa el alimento. En el caso de mi ama con doble motivo, ya que ella se dedicó durante toda su vida a cocinar en el restaurante de la familia. En mi casa, como en muchas otras, la expresión abierta de los sentimientos nunca ha estado bien vista. En el tiempo de mis padres no había cursillos del tipo "Descubriendo tus emociones" (aún así no creo que ellos se hubieran apuntado). Así que las muestras de afecto públicas nos han generado una cierta urticaria. Por eso yo integré desde pequeño que la manera más adecuada de decir a mi ama "te quiero" era con frases del tipo "ama, ¡qué ricos están los pimientos rellenos" La cara de satisfacción de la cocinera era síntoma de que uno había acertado.

Por eso he llegado a interpretar mi negativa a comer como una manera de rechazar el amor de mi madre. Una manera de hacerle ver en mi adolescencia que ya no necesitaba de ella, que yo no era ella y de asentar mi personalidad. Para mí engordar significa plegarme a sus deseos y me crea una sensación de derrota. Es una batalla similar a la que establezco con ella cuando jugamos a la escoba (y cuando pierdo me sigo picando como un niño de cinco años). De manera paradójica, inconscientemente asumo también que al mantenerme extremadamente delgado le hago estar pendiente de mí y me aseguro que no se aleje. Nuestra relación toma los tintes más oscuros de esos matrimonios mal avenidos con más de treinta años de convivencia. A pesar de que somos personas incompatibles, es una relación del tipo ni contigo-ni sin tí. Ella consigue sacar lo peor de mí y yo saco lo peor de ella. Y, más allá de toda mi crueldad, ella me sigue amando incondicionalmente.

Repito que esta explicación tiene poco de científico y supone simplificar en extremo un trastorno complejo y que obedece a múltiples causas. Pero es patente que supone una espina que yo tengo particularmente clavada y que todavía me hace sangrar. No tengo claro si la manera de curar esta herida es un buen tratamiento sicológico o apuntarme a Masterchef.

sábado, 25 de julio de 2015

Cigarrillos de chocolate

Mi amiga Ainhoa me sugería a través de un comentario de Facebook que tal vez fuera una buena idea que una persona que padece de anorexia como yo hiciera su aportación al nuevo proyecto de ley sobre adicciones que ha redactado el Gobierno Vasco. No se si Ainhoa se ha dado cuenta que el documento que recoje dicho proyecto consta de 92 páginas y resultaría paradójico tener que consumir alguna sustancia para poder leerlo entero. Pero es verdad que el texto ha despertado mi curiosidad. Reconozco que sólo he paseado mi vista por algunas partes del mismo y, en una primera impresión, no me parece que los autores del mismo tuvieran en mente la anorexia al redactarlo.

Evidentemente yo no soy un experto, pero me parece lógico separar los conceptos de adicción y trastorno mental, aunque puedan compartir causas y consecuencias. La definición que da la RAE de la adicción es el hábito de quien se deja dominar por el uso de alguna o algunas drogas tóxicas, o por la afición desmedida a ciertos juegos. El citado proyecto de ley va más allá de los dos caballos de batalla tradicionales que son las drogas (haciendo especial hincapié en el alcohol y el tabaco) y el juego, e incluye también las redes sociales, las tecnologías digitales y las nuevas aplicaciones para ellas diseñadas, los teléfonos móviles, los videojuegos, etc...


Lo que si me parece interesante comentar es la experiencia que yo he tenido y tengo con la asistencia sanitaria y sociosanitaria que recibimos las personas que padecemos anorexia y/u otros trastornos alimenticios. Reconozco que no soy un ciudadano ejemplar y que acudí al servicio de salud público con mucho retraso. De hecho, no fue hasta hace dos años cuando pedí cita con mi médico de cabecera para que me derivara a la unidad de Trastornos Alimenticios (TA) del hospital de Galdakao.

La unidad la dirige un siquiatra (Angel, del que ya os he hablado en el post Revuelto de genes) con una experiencia de más de veinte años en este tipo de trastornos. Pero Angel, además, también trata a otro tipo de pacientes afectados de diversos trastornos mentales. Yo acudí a él en una situación límite, de la que yo no era totalmente consciente. De hecho, nada más iniciar nuestra conversación, su primera pregunta me dejó descolocado "¿Has pensado en ingresarte?" Y a mi se me debió quedar una cara como a aquel progenitor al que le dicen que va a tener quintillizos. Luego añadió "Si fueras una chica de 16 años ya estarías dentro, pero como eres mayor de edad el ingreso es voluntario". Otra de las perlas que me regaló Angel (al que desde aquí le agradezco toda su atención, cariño y ayuda) es "Mira, en la anorexia no hay ninguna píldora mágica. Si no todo sería más fácil. Si tu has decidido que te quieres morir, te mueres y no hay nada que los demás podamos hacer" Mi interés morboso me llevó a preguntarle "¿Cuántos TA has tratado y cuántas muertes has visto?""Unos 10.000 y cuatro fallecimientos"

Más adelante, ya más relajado y viendo que mi voluntad estaba tan minada que no iba a poder salir del agujero negro sólo por mí mismo, si que valoré la posibilidad de ingresar en la unidad de siquiatría del hospital. El problema, aparte del miedo del paciente al que le van a obligar a comer y a engordar, es que no se trata de una unidad específica para afectados por TA. Es una unidad siquiátrica genérica, donde se juntan tanto personas adictas a diversas sustancias, como pacientes que padecen trastornos mentales tipo esquizofrenia o los que sufrimos de TA. En nuestro caso, se trata de una medida de emergencia, un medio para detener el deterioro (especialmente físico) que sufre nuestro cuerpo y llevarnos a un peso fuera del límite de riesgo. Luego el paciente vuelve a su casa, a su zona de confort, y sólo se lleva un control de su evolución por medio de visitas periódicas. Es decir, no hay una terapia sicológica propiamente dicha que ayude en la recuperación definitiva (aunque el término recuperación requiere de un profundo debate en sí mismo). Osakidetza entiende, con buen o mal criterio, que este tipo de atenciones pertenecen al ámbito un sistema de salud privado. O sea, que la administración te ayuda a salvarte de morir de inanición. La felicidad te la buscas tú a base de billetes. No me entendaís mal, no es una ácida crítica. No estoy seguro de que el sistema público pudiera soportar toda la cantidad de trastornados mentales que andamos sueltos.

En mi caso también recurrí a la Asociación Contra la Anorexia y la Bulimia de Euskadi (ACABE). Dicha organización ofrece grupos de apoyo a sus asociad@s, tanto para l@s afectad@s como las familias, así como una bolsa de sicólog@s a un precio algo más reducido al usual del mercado. Yo acudí durante un año al grupo de apoyo para adultos y fue muy reconfortante por un tiempo. Compartí vivencias, preocupaciones y todo tipo de emociones con otr@s anoréxic@s y bulímic@s e incluso esperanzadores testimonios de gente que ya se había recuperado. Durante unos meses, fue una balsa a la que me agarré y que me salvó de no morir ahogado. Pero está claro que, al menos para mí, exclusivamente el grupo de apoyo no me iba a ayudar a superar definitivamente el trastorno. Pero agradezco a ACABE, y a toda la maravillosa gente que allí conocí, la labor que realizan y todo el cariño y comprensión que me dedicaron.

Creo que en otro post os debo hablar de las diversas terapias que he probado para intentar dejar atrás la anorexia. Aunque he de reconocer que cada vez que me presento al terapeuta me defino como un mal paciente, porque carezco de las dos principales virtudes que debe de presentar un paciente que se quiere recuperar, a saber, paciencia y confianza (en la terapia, en el terapeuta y, sobre todo, en mí).

miércoles, 22 de julio de 2015

Pizza de masa fina

Ayer recibí una visita especial: la de mi brother Iñigo. Iñigo tiene mi edad y no somos gemelos ni mellizos. Pesa casi el doble que yo y nació en Kenia. Mi ama entonces no tenía el don de la ubicuidad y sus periodos de gestación eran normales para un mamífero de su especie. Muy bien, Sherlocks que me leeís, si habeis deducido que Iñigo no es mi hermano de leche (si acaso lo fue de cervezas o kalimotxos). De pequeños compartimos muchos veranos de risas y confianzas y, aunque la vida nos ha mantenido muchos años alejados, creo que cada vez que nos encontramos, los dos regresamos a esa etapa de nuestra niñez. Creo que la base de nuestra relación es que ambos nos sentimos cómodos, que no nos juzgamos y respetamos nuestras diferencias y nos regocijamos en nuestras similitudes.

Sin embargo, la visita de Iñigo y su familia me obligó a alterar mi rutina diaria. Eso es algo que me crea mucho ajetreo mental. Por las tardes, tengo la imperiosa necesidad de darme un paseo de al menos una hora con el fin de hacer hambre para la cena. En realidad, me siento incómodo si no hay algo de actividad física, aunque sea leve o moderada, entre dos ingestas. Soy como un comerciante que tuviera que vender un producto antes de comprar otro nuevo; los stocks me generan pánico. Como había quedado con Iñigo a las seis, necesitaba salir de casa a las cinco para pasear una hora.

La visita fue tan encantadora como prometía. Tuve el placer de conocer a Carla, la esposa de Iñigo, y a sus hijos, Enrique y Eneko. Y, mientras los niños se divertían en las barracas, mi bro y yo charlamos en spanglish, y se nos escapó algún que otro fuck y unos cuantos shit.

Tal y como describo el encuentro, puedo transmitir total tranquilidad y relajación. No obstante, la mente de un anoréxico tiene dos compartimentos: uno está dedicado exclusivamente al trastorno y el otro se reserva para el resto de las funciones cognitivas. Es algo similar a un computador con doble microprocesador: el principal es el que lleva el peso del equipo y las funciones auxiliares se reservan al segundo. Aunque no sepaís mucho de informática, me imagino que no tendreís duda de cuál es el procesador que lleva el mando en mi cerebro. Y es un chip muy delicado, que maneja cientos de señales de alarma. Iñigó se acercó a la churrería y... piiiiiiiii!!!! ¡Alerta! ¡Defcon-1!. El sabe de mi trastorno y, como ya he dicho, me respeta en suma medida. Simplemente, por educación, me preguntó "Tú no quieres, ¿no?" Y yo se lo agradecí con una sonrisa y le conté como ama nos hacía churros caseros de pequeño los domingos por la mañana.

Bien, pues este chip funciona con un reloj atómico de cesio, que debe de tener una precisión de 50 nanosegundos por cada hora. Mi hora de cenar es habitualmente a las nueve de la noche. Por tanto, a medida que se acercaba esta hora, mi desasosiego crecía un poquito más. A pesar de que mi segundo procesador disfutaba de la maravillosa compañia de mi bro y su familia, el principal tenía la necesidad de deshacerse de ellos para ejecutar la rutina.


Un buen anfitrión hubiese invitado a los visitantes a una cena en su casa o en un restaurante del pueblo, algo que a mi parte racional (la no automática) le hubiera gustado hacer. Yo me limité a llevarles a una pizzería y acompañarles en la cena. Iñigo fue tremendamente amable y sólo preguntó una vez si quería comer o beber algo. Obviamente, el primer procesador era el dueño absoluto de mi cerebro en esa parte del algoritmo. Me senté junto a ellos y fuí un mero observador de una cena de familia.

La presencia de la comida nos dió pie a los dos para hablar del trastorno. Iñigo preguntaba con curiosidad, sin juzgarme, con un sano interés por una persona a la que ama. No me dió consejos, no se compadeció de mí, respetó mi actitud, mi dolor y mi destino. Yo le confesé mi sueño: "No es comer todo lo que quiera sin engordar. Es no preocuparme por si hoy he comido o no. Que no me importe si en el plato hay brócoli o morcilla. Que me pueda ir a la cama sin cenar con tres cervezas en el cuerpo. Que la báscula tenga tanta importancia en mi cuarto de baño como el bidé. Que ellas me amen por mi cuerpo y no por mi intelecto (esto no lo dije, pero lo he pensado alguna vez. Maite nazazu gutxiago eta erabil nazazu gehiago!)"

Los chicos estaban cansados después de un largo día y les despedí a las nueve y media. La alarma del procesador principal pasó a Defcon-5 y el secundario pudo disfrutar de abrazos y besos en familia. El programa y su rutina habían estado en peligro, pero se estaban ejecutando con normalidad, aunque con un pequeño retardo. Era libre de ir a casa y cenar sólo mi fiambre de pavo, mi queso fresco y mi fruta. Me recuerda a mi perro Morete al que, después de estar atado desde cachorro, mi aita quiso soltar por primera vez con ocho años y el bueno de Morete le mordió. Shit!

lunes, 20 de julio de 2015

Ropa vieja

El sábado acudí a una quedada con los viej@s (pero bien conservad@s) compañeros de clase del colegio. Toda cita que se precie (y más entre vasc@s) debe ir acompañada de una suculenta comida y los correspondientes tragos de antes y después. Por ello, cualquier celebración de este tipo enciende la alarma roja en la mente de un anoréxico y es muy probable que recurra a su listado de mentiras para escaquearse. 

En mi caso, esta vez tampoco tuve el valor suficiente para deshuesar con la boca unos pollos (en este término no queda bien poner "@" para el doble género). Gracias a mi sinceridad con las organizadoras del evento y al respeto con el que me tratan, no tuve que excusarme para no estar presente en la comida. Pero, afortunadamente, tuve el suficiente buen juicio para reunirme con ell@s y pasar una estupenda tarde. La diferencia es que mientras la gente normal se relaja en la terraza con una cerveza fresquita o un Gintonic con semillas de cardamomo, un cardo como yo hace el memo pidiendo un descafeinado americano con hielo y sacarina. Y os puedo jurar que a mí me gusta chupar del frasco como al que más.

De cualquier modo, para mí este tipo de reuniones tienen una función terapeútica. Recibo dosis doble de las únicas medicinas que conozco hasta ahora para mejorar en mi trastorno: amor y humor. Amor a través de los largos abrazos y besos de recepción y despedida. Y humor por medio de las repetidas anécdotas de nuestra época estudiantil. Me resullta curioso observar como han evolucionado las personas con el paso de los años pero como, al mismo tiempo, todos conservamos algún rasgo identificativo de la personalidad que nos convierte en seres singulares y únicos y que ya se hacía patente en nuestra niñez y adolescencia. En mi caso, la gente del colegio me recuerda como "un gordito empollón". A pesar de que los dos últimos años del colegio el trastorno ya me acompañaba y era un adolescente delgado, pesaban más los doce años anteriores de convivencia juntos. Es interesante darse cuenta de cómo se anclan los recuerdos y da muestra de que nuestra memoria nos miente más que un anoréxico a la familia a la hora de comer.



Al día siguiente, una de las organizadoras (sobreponiéndose a la resaca que le masajeaba las sienes) me mandó un mensaje para agradecerme que hubiera acudido y que concluía con una frase que me ha dado pie a esta reflexión: Lo creas o no, como alguien dijo anoche, eres un tipo muy interesante con una conversación muy agradable. Mi amiga tiene razón. No en la segunda parte de la afirmación, que eso forma parte de la opinión, sino en la primera: una persona con una autoestima deteriorada como yo nunca acaba de creerse los piropos que le dedican. Mi mente funciona siempre como los equipos de Clemente, a la defensiva, y lo primero que me susurra es: claro, lo dice porque no te conoce tan bien como tú a ti mismo.

Uno de los rasgos significativos de las personas anoréxicas es el perfeccionismo. A mí me cuesta mucho aceptar los matices grises de la vida y, en un signo evidente de inmadurez, en el día a día me muevo en la búsqueda de blancos y tratando de evitar los negros. La sombra de mi personalidad me da miedo y, consecuentemente, creo que asustaría a los demás. Es aquí donde la anorexia cumple una función primordial, porque al impedir que establezcas relaciones profundas, te salva de que la gente que te rodea pueda tener acceso a tu lado oscuro. Prefieres que la relación se quede en un plano superficial, que se reduzca a una especie de holograma de tí, no sólo a una imagen corporal perfecta, sino a unos rasgos de la personalidad ideales. Aunque quiero pensar lo contrario, supongo que mi autoestima depende tanto de los juicios de los demás como de lo que me canta la báscula por la mañana. Sin embargo las opiniones, a diferencia del peso, son subjetivas y pueden variar de un instante a otro.

Cuando uno duda de sus habilidades sociales y tiene miedo de decepcionar a la gente a la que quiere, resulta mucho más sencillo relacionarse con la balanza. Ahí te sientes seguro en cómo debes actuar: si comes poco no vas a subir de peso. En una realidad que a ojos de un perfeccionista resulta caótica y complicada, una marea turbulenta, esta salida ofrece al naúfrago un ancla segura, que le lleva a una isla paradisiaca pero desierta.De momento lo único que puedo hacer es meter este mensaje en una botella y lanzarlo al mar, esperando que alguna barca pueda acudir algún día en mi ayuda. Porque tengo poca confianza en poder llegar nadando por mí solo hasta tierra firme.

sábado, 18 de julio de 2015

Canela fina

No soy muy fan de los monólogos. Pero tengo claro que las dos grandes medicinas para la anorexia, además del respeto, son el amor y el humor. Por eso he preparado un pequeño monólogo para l@s no iniciad@s en el tema. No me he atrevido a grabarlo, porque albergo dudas de que el texto merezca la pena y, además, tengo poca gracia para interpretarlo. Pero si me lo pide el maestro Leo Harlem se lo dejo.
"Aupa!Me llamo Iskandar y soy anoréxico" No se cúal de las dos definiciones no has entendido. Lo primero es un nombre y lo segundo mi estado civil. Tengo amigos solteros, casados, divorciados, juntaos, arrejuntaos y luego estoy yo, anoréxico. Claro, decir que un tío con 43 tacos es anoréxico es más raro que encontrarte al obispo de Bilbao metiéndose rayas en el "Pacha" de Ibiza. Bueno, no me voy a arriesgar...es raro, retiro la comparación (eh, señor obispo?).

Cuando digo que la anorexia es un estado civil me refiero a que no tienes relaciones, de las de follar digo, que son las que importan. Los amigos y la familia están sobrevalorados. De hecho, tienes la líbido tan baja como las posibilidades de que el Coyote atrape algún día al Correcaminos. Si teneís alguna amiga ninfómana, decídle que se haga anoréxica. Mano de santo, señora! Además tendrá otra ventaja adicional: amenorrea

Tengo un colega en Écija, Patxi, que es presidente de una peña del Athletic. Muy majo, pero tan cateto que pensó que la menopausia era un botón del video. Así que cuando le conté lo de la amenorrea me dijo:"Iski, en serio, a ese hay que fichar para el Athletic". Claro, no le dije nada de que los anoréxicos, especialmente los chicos, desarrollamos con el tiempo también osteoporosis, porque el pobre hubiera pensado que era el nuevo base de Olympiakos.


Los anoréxicos somos gente con una actividad mental extralimitada. La comida nos da más trabajo que Mazinger Z a su chapista. Oímos voces, o sea, es como invitar a vivir a la suegra a tu casa "No comas eso, niño! Te vas a poner tan gordo que tus saltos se van a medir en la escala Richter. Vales menos que un bono de deuda griega en la bolsa de Frankfurt".

La anorexia mina tu moral pero, afortunadamente, están los amigos Viagra, que intentan levantártela. "Iski, has mejorado". En el diccionario anoréxico-resto del mundo se traduce como "Iski, has engordado". Tu sonríes satisfecho y piensas "Tu puta madre!". No hace falta que mireís en el diccionario anoréxico.Quiere decir exactamente lo mismo que estaís pensando

Tambien están aquellos colegas o conocidos que se dirigen a tí con "Qué envidia chico! Ya te regalo yo esos kilos que me sobran!" "Muy bien, hijoputa, tú te comes las milhojas de crema y yo tengo que cagarlas. Si quieres te dejo también mis huevos antes de que te dé la patada"

Pero bueno, ahora que me estoy recuperando entiendo mejor esas muestras de amor. Lo de hacerlo lo dejo para más adelante. Aún estoy tan vago que en vez de hacer el amor prefiero comprarlo hecho... (To be continued?)

martes, 14 de julio de 2015

Desayuno con calmantes

Esta mañana he cometido una imprudencia: me he pesado. La báscula para un anoréxico es algo similar a esa pareja que maltrata sicológicamente. Tienes miedo de enfrentarte a ella pero a la vez ejerce una atracción magnética que no puedes resistir. Tu autoestima está pendiente de lo que ella diga sobre tí. Es como el presidente del tribunal en unas oposiciones: con un simple pulgar hacia abajo puede echar por tierra todo el duro esfuerzo que has llevado a cabo en los meses previos y hundirte en la más profunda miseria.
Por el contrario, si te indica que has mantenido el peso o incluso lo has reducido, refuerza tu sensación de poder. Te da a entender que tú, y sólo tú, tienes el control sobre tu peso (tu vida). Es una sensación de triunfo e incluso de cierta euforia. We are the champions, my friend....


Esta mañana esa cabrona me ha mostrado que he engordado. Me ha pillado de sorpresa, porque en estos días de vacaciones he continuado con mi rutina alimentaria. E incluso podría decir que, como tengo más tiempo libre, he alargado los paseos matinales, con lo que la noticia me ha pillado literalmente desnudo. Porque el acto de subirse a la balanza es una eucaristía, un ritual sagrado en el que uno no se puede permitir ni un gramo de más, ni siquiera el del calzoncillo.

Sólo a través de palabras se me hace muy difícil transmitir la frustración que en mí genera esta subida de peso. Como soy de ciencias, lo comparo con la sensación de que has estado haciendo un problema matemático, planteas las ecuaciones con lógica, te ajustas a las normas para la resolución del problema, con sumo cuidado para no dejar ni una variable suelta ni perder ningún decimal, y resulta que las soluciones no se ajustan a la realidad. ¿Qué coño ha pasado? ¿Dónde leches me he equivocado? Mentalmente vuelves a repasar todo el desarrollo del ejercicio, de arriba abajo, hasta convertirse en una obsesión. De aquí en adelante toda tu mente sólo puede estar centrada en buscar el error para intentar corregirlo.

Mi mente ya se ha puesto a trabajar para localizar el paso en falso. Intenta construir causas lógicas: será por la relajación de las vacaciones, en la que uno no está sometido al estrés del trabajo (que consume mucho). Sin embargo, parecen excusas ficiticias que no me llegan a convencer al 100%.

¿Dónde está el error de haberse pesado? Aparece el miedo. Aunque uno toma la determinación de no variar la rutina alimenticia, sabe que inconscientemente le va a afectar, que aún voy a ser más celoso a la hora de meterme un alimento a la boca. La lógica de un anoréxico hace ver el peso como una progresión geométrica, donde la razón multiplica el término anterior para obtener el término siguiente, o sea, que la subida de peso va a continuar así todo el verano y va a ser imparable. Se te ha ido de las manos.

Esto te demuestra que la guerra contra la báscula, el ansia por mantener un infrapeso, está destinada a la derrota a largo plazo. Es imposible de ganar si uno quiere mantener una vida "normal". Pero, aún así, uno se resiste hasta la extenuación y, en ocasiones, decide morir con las botas puestas. Porque, para muchas guerreras y guerreros, la muerte es una victoria.

La recena

Hoy he querido mirar retrospectivamente y comprobar cómo ha evolucionado el trastorno en el último año. Para ello se me ha ocurrido comparar dos intervenciones mías de madrugada en la radio hablando de la anorexia. En ambos casos, están hechas bajo el seudónimo de Gari, porque siempre me ha encantado este nombre y porque ya sé lo que ocurre si dices que te llamas Iskandar (hay que dar más explicaciones que para que te concedan un crédito sin trabajo fijo).

Creo que es más interesante fijarse en el continente (tono, ánimo...) que en el contenido, ya que el mensaje que he querido transmitir ha sido básicamente el mismo: cuidado donde metes la patita a ver si luego no vas a poder sacarla. Y si ya la has metido y te has quedado atascado, llama cuanto antes a los bomberos, si no quieres perder la pata y algo más.


domingo, 12 de julio de 2015

Tallarines marineros

Es época de rebajas y ayer decidí hacer un nuevo intento por comprarme algo de ropa. Ya hice mi primera excursión la semana pasada, pero volví con las manos vacías. A diferencia de la mayoría de los hombres, a mí no me molesta ir de tiendas. Al contrario, me gusta ver los distintos productos, comparar y pasear de un comercio a otro. El problema es que soy una persona muy indecisa, que tiene poca confianza en su gusto para elegir moda y que siempre intento encontrar la opción económicamente más rentable. Tengo una cabeza cuadrada y la pregunta clave que me planteo es: ¿en cuánto se valora el gusto de una persona?. Es decir, si frente a tí hay dos pantalones que te te gustan, uno un poco más que otro, y uno vale 20 y el otro 30 euros, ¿cuál comprar? ¿Y si la diferencia fuera de 20 euros en lugar de 10? ¿En cuánto se valora ese "me gusta un poco más"?.

El otro problema con el que he de lidiar es el de las tallas. En cuestión de pantalones, las tallas de hombres (incluso lás más pequeñas) me quedan como un saco de patatas. Así que habitualmente tengo que recurrir a la ropa para niñ@s. Ayer me compré un pantalón de chandal de una talla 16 (que me marcaban un "culito de pollo") y un pantalón corto de monte talla 14. ¿He escrito problema? Bueno, en realidad, es una mezcla de vergüenza y satisfacción. Vergüenza porque te conduce a darte cuenta de que no tienes el cuerpo normal de una persona adulta y satisfacción por el mismo motivo. Te ofrece seguridad, que aunque en un momento pierdas el control y engordes, aunque eso nunca vaya a ocurrir, todavía te queda un amplio margen.


El probarme ropa frente al espejo me enfrenta a una imagen adolescente, al complejo de Peter Pan que subyace detrás del trastorno. Porque la anorexia también se trata de querer huir de las responsabilidades de la persona adulta, de querer permanecer anclado por siempre en una eterna adolescencia. Parece que un cuerpo pusilánime es la disculpa perfecta para argumentar que la vida es una pesada losa que uno es incapaz de soportar sobre sus hombros. El eje de tu existencia se centra en mantener el peso y el resto de las cuestiones (trabajo, ocio, familia...) pasan a un segundo plano. Yo no acepto mi cuerpo de adulto tal y como debiera ser en la misma medida que no acepto el no poder controlar mi vida. Me resisto a admitir que muchos factores de la vida se escapan a nuestro control. Estoy permanentemente remando contracorriente, lo cual resulta muy cansado y frustrante a la vez. A medida que pasa el tiempo y la tormenta no amaina, tengo la sensación de que el barco se hunde un poco más. Y lo peor es que no se si podré encontrar un flotador de mi talla.

sábado, 11 de julio de 2015

Jamón, croquetas y pulpo

No es el título de una zarzuela. Es el suculento menú del aperitivo que preparó la familia de mi amiga Leire para después de su enlace civil. Y es que Leire decidió casarse un caluroso día de julio porque antes no había tenido tiempo para ello. Ella y su pareja, Mikel, habían estado muy ocupados fabricando y criando dos preciosos niños y una niña, y se les hizo tarde para firmar unos papeles.

Acudí a la ceremonia en el ayuntamiento de Arrigorriaga invitado por mi amigo Iñaki, hermano de Leire, uno de esos tipos especiales que toda persona se encuentra en la vida. Fue un acto sencillo y emotivo, en la que yo era el único invitado que no era miembro de las dos familias.

Tras la ceremonia y las fotos de rigor y previo a la comida, acompañé a los invitados a una taberna cercana, donde yo pensé que simplemente ibamos a tomar algo. Sin embargo, la familia había preparado un pequeño ágape (jamón, croquetas y pulpo), todo ello bien regado con vino tinto y blanco (que para los amantes del ciclismo y de los caldos diré que llevaba el nombre de un ciclista vasco que está disputando el Tour del 2015).

Como efecto colateral de la anorexia, suele aparecer, en la mayor parte de los casos, un aislamiento social. Por una parte, la persona que sufre el trastorno deja de acudir a toda clase de eventos que incluyan algo de comida y, por otra parte, está la falta de seguridad o la baja autoestima que presenta el afectado, que también es una de las causas probables de la aparición del trastorno. En mi caso, en los últimos tiempos esta fobia social se ha agravado. Siento cierta incomodidad en las reuniones sociales, tanto mayor cuanto más gente se junta y, especialmente, cuando la mayor parte de las personas presentes son desconocidas para mí.

En la taberna me sentía desubicado. Aunque conozco a casi todos los miembros de la familia de Iñaki y Leire, hacía mucho tiempo que no los veía. No sabía muy bien como relacionarme, qué conversaciones abordar y como moverme entre los invitados.

La dificultad del reto se agravaba con la presencia de la comida y, más aún, si aparece de una forma no planificada. Creí tener un breve instante de lucidez y dejarme seducir por la apetitosa pinta de aquellos entrantes. Por un momento, me sentí una persona normal y quise acercarme a los platos de comida y llenar mi copa de algo de vino tinto. Pero los destellos de cordura en una mente ajetreada y trastornada como la mía son efímeros. Rápidamente se impuso la irracional lógica de la anorexia, que habla alto y claro (y, sobre todo, permanentemente). "Ni se te ocurra".

En realidad, detrás de esta negativa, no hay un largo proceso de deliberación, sino que es un mecanismo automático que l@s afecta@s de anorexia tenemos perfectamente integrado.

En primer lugar está el miedo a perder el control: picar una croqueta y algo de pulpo puede implicar volver a repetir ese gesto una y otra vez. ¿Dónde y cuándo parar? Son como las burbujas del champán dentro de una botella agitada. Se ha estado reprimiendo el impulso durante tanto tiempo que el darle rienda suelta genera el peligro de desborde.

Además, el hacer excepciones en la rutina alimenticia, obliga a realizar cambios para cuadrar la ingesta de calorías. Una de los mandamientos irrenunciables de esta religión es la ley de la compensación. Todo caloría que entra debe de salir. Yo, durante muchos años, he utilizado el ejercicio físico intenso para cumplir esta regla. Esto me permitía hacer "excesos" y mantener un peso que se aproximaba a lo normal. Sin embargo, en los últimos años, mi estrategia ha variado hacia una alimentación "más sana", que incluye productos prohibidos o que se consumen en muy contadas ocasiones, naturalmente los más calóricos. El haber consumido unas cuantas croquetas, algo de pulpo y un par de vinos, hubiera implicado la necesidad de saltarse la comida del mediodía y, probablemente, una cena muy frugal. O, tal vez, algo de bicicleta estática antes de volver a la rutina alimenticia habitual.

Si no se respeta la ley de la compensación, la penitencia es una voz permanente que te recuerda que te has saltado la norma y que no te deja tranquilo hasta que te sometes a sus deseos. El haber sucumbido a tus instintos genera una sensación de debilidad y un posterior sentimiento de culpabilidad, como si hubieras atracado una farmacia (bueno, en realidad, nunca he atracado una, así que no se cómo me sentiría).

En resumen, coma la croqueta o no, la interacción social pasa a un segundo plano. Yo tenía la cabeza centrada en mis dudas alimenticias y eso resta capacidad para centrarse en la conversación.

Y no hablo ya de la incómoda mecánica de gestos para rechazar amablemente la comida cuanto pasan los platos por delante tuyo y la necesidad de tener que disimular que uno participa como un invitado más sosteniendo una copa llena de agua. En mi caso, el tener confesada la enfermedad a la gente que me rodea, me quita presión, ya que la mayoría de las personas, aunque no son capaces de entenderla, respeta tus "rarezas". Los tragos amargos son más fáciles de digerir cuando uno encuentra la comprensión y el respeto de la gente que le rodea. Por suerte, todo esto es abundante en la familia de Iñaki y Leire.

Zorionak Leire eta Mikel! Urte askotarako! (¡Felicidades a Leire y Mikel! ¡Por muchos años!).

martes, 7 de julio de 2015

Huesos de santo

Se me hace muy difícil empatizar con las emociones y sentimientos de las demás personas, incluso identificar a veces mis las mías propias. Recuerdo que una vez un terapeuta me sugirió que mi perfil, salvando muy mucho las distancias, se asemejaba al de un sicópata. Aún así, me doy cuenta de que todas las experiencias humanas son muy personales y creo que hay vivencias que resultan muy difíciles de comprender si no se han padecido en carne propia. Por ello, a mí me resultan incomprensibles el síndrome de Estocolmo de la víctima de un secuestro o cómo una persona que ha sufrido violencia de género vuelve con la pareja que la ha maltratado argumentando que es el amor de su vida. Sin ánimo de establecer comparaciones de dolor y sufrimiento, como apuntaba en mi primer post En carne viva, la anorexia es una de esas experiencias tan subjetivas.

En el invierno de 2013 estuve pasando la época más difícil hasta ahora del trastorno que me ha venido acompañando duarnte estos 28 años. Para que os hagaís una idea, pesaba tan sólo 40 kilos y, según me confesaron después algunos amigos, tenía un color amarillo que envidiaría el propio Jackie Chan. Os ahorro fotografías, porque no quiero quitaros las ganas de comer un pincho de tortilla. El hueso de la rabadilla sobresalía de mis inexistentes nalgas como si fuera la cola de un pequeño diablo. De hecho, cuando me senté en los asientos del metro por primera vez con esta figura, pensé que los habían cambiado para hacerlos más incómodos. La mirada era la de un cadáver, sin ningún tipo de brillo, y los ojos se hundían en unas fosas más profundas que las de las Marianas. Mi hermano mayor en una ocasión me preguntó "¿Te has pegado un golpe?Tienes el pómulo hinchado". Evidentemente, se refería al afilado hueso que angulaba mi rostro.

Ahora que ya he recuperado algo de peso y parte de la energía vital que la anorexia me robó en ese tiempo, yo también tengo mi pequeño "síndrome de Estocolmo" particular. Al mirarme en el espejo, aún añoro esa rabadilla diabólica y esos pómulos dignos de Angelina Jolie. Cuando esta idea me ronda por la cabeza, vuelvo a leer algunas páginas del diario que escribí en esa época. Aquí transcribo un extracto para que os podaís hacer una idea de mi experiencia.

Volví a casa con la mente ajetreada, ese pensamiento de que el fantasma de la muerte me acompaña y la sensación de que no podré remontar el vuelo. Me puse el pijama y me tumbé en el sofá para ver la televisión. Cené fruta y un té, incapaz de centrar mi atención en el programa. El frío y la sensación de oscuridad me rodeaban. Sentí de nuevo ese pánico de los últimos días, el de estar llegando a un final o a una época de cambios que no voy a poder controlar. Me daba miedo acostarme, pero a la vez esperaba que el sueño reparara mis pensamientos y me liberara de esa pesada carga que sentía.

Pues a pesar de los ataques de pánico, del fantasma de la muerte, del insomnio y de otras muchas calamidades, sigo buscando en el espejo esa rabadilla y esos pómulos prominentes. Me atrae la idea de volver con mi secuestrador, de que me sigan maltratando. Me imagino que este concepto es incomprensible para alguien que no padezca anorexia, que no pueda entender la sensación de (falso) control y el "chute" de poder que experimentamos.

Por ello, si para algo me ha servido esta experiencia tan traumática, es para intentar entender mejor a las personas que sufrimos dependencia, en sus diferentes vertientes: a las toxicómanas, que buscan su dosis por encima de todo a pesar de ser conscientes de que están acabando con su vida, o a l@s ludópatas, que necesitan la adrenalina del juego aunque esté arruinando su futuro y el de su familia. Yo también me estoy quitando...

sábado, 4 de julio de 2015

Revuelto de genes

Cada tres o cuatro semanas visito al siquiatra del área de trastornos alimentarios del Hospital de Galdakao. Angel es un tipo peculiar que merecería un post por sí solo. Se trata de visitas de control, no hacemos terapia, ya que las arcas públicas pueden soportar mucha variedad de dietas (no alimenticias) y coches oficiales, pero no intentar curar a tantos trastornados que andamos sueltos. Creo que Angel se hizo siquiatra porque él es un obseso. Lo que ocurre es que su obsesión es (aparentemente) sana: el conocimiento. Nuestras reuniones tienen un caracter más filosófico que médico. Hablamos de la enfermedad, pero también de la vida, el trabajo, la meditación, el budismo...y en nuestra última visita, por ejemplo, del capitán Cook y sus viajes por Papúa-Nueva Guinea. Me recomienda libros, ejercicios o videos de youtube que me pueden ayudar.
Lamentablemente, yo soy una persona muy parlanchina pero un mal oyente, y la mayoría de las interesantes anécdotas y teorías que me cuenta se me olvidan. Por fortuna, recuerdo una que me comentó en una de nuestras primeras sesiones acerca del componente genético de la anorexia.
Según Angel, cuando el ser humano era nómada y no conocía todavía la agricultura, se dedicaba a esquilmar los recursos alimenticios de un lugar hasta agotarlos. Después, carretera y manta. La tribu recogía las guitarras y se dedicaba a peregrinar en busca de un nuevo "buffete libre". Como es lógico, todos los integrantes de la manada estaban obligados a caminar durante largos periodos de tiempo y soportar el ayuno a lo largo de numerosas jornadas extenuantes, con lo que los individuos más débiles acababan por fallecer. Puede que un día al listo de la tribu (el jefe, sin duda), se le ocurriera que antes de abandonar un lugar y vagar durante días y días, fuera más inteligente enviar a un emisario por delante para que encontrara ese nuevo paraíso y volviera anunciando la buena nueva. ¿Y cuáles eran los especímenes más adecuados para esta labor?. Pues aquellos que soportaran el ayuno durante largos periodos de tiempo a pesar de estar sometidos a un esfuerzo extenuado, por lo que su cuerpo y su cerebro quedaron configurados para semejantes batallas. Y de estos monos...estos lodos.


En los últimos tiempos se están llevando a cabo varias investigaciones en el área de la genética que intentan identificar o creen haber encontrado el gen de la anorexia, lo cual es un alivio para mí, ya que indican que mi siquiatra está cuerdo.
Para quien tenga interés, aquí le dejo un enlace que expone que los científicos creen haber descubierto el gen responsable de la anorexia, aunque he de advertir que el artículo está en la lengua de Justin Bieber (¿quién coño era ese Shakespeare?).

Y también os dejo el anuncio de un vasto estudio que dirige la Universidad de Carolina del Norte en varios países (USA, Australia, Dinamarca y Suecia) y al  que me he presentado voluntario, aunque no creo que me acepten (más que nada porque las muestras de sangre no se pueden teletrasnportar todavía).

viernes, 3 de julio de 2015

En carne viva

Reconozco que me cuesta empezar nuevas tareas, ya sea algo tan placentero como planificar unas vacaciones o algo que me da tanta pereza como limpiar el baño. De hecho, ni siquiera sigo el consejo de los creyentes de la ley de la compensación y el karma, que recomiendan limpiar el baño cada vez que te sucede algo bueno en la vida.
He de aceptar que mis ansias de perfeccionismo me impiden comprometerme a medio o largo plazo, ya sea en relaciones de pareja o en proyectos laborales.
Con estos precedentes, tanto el lector como yo auguramos una vida bastante breve a un blog que todavía no ha nacido.Entonces, ¿por qué lo hacés,loco?.
Se me olvidó presentarme. En un afán reduccionista, diría  "Aupa, soy Iskandar y soy anoréxico". Ya se que las y los profesionales de la salud mental recomiendan no identificarse con el trastorno y recurrir a la fórmula de "padezco anorexia". Pero ahora mismo, me la refanfinfla la PNL. Y no cito la anorexia con orgullo, sino porque en estos momentos es algo que "vertebra" mi vida y que lo ha estado haciendo, en mayor o menos medida, en los últimos 27 ó 28 años. Muy al contrario, he de decir que me hierve las pelotas el no poder ser capaz de deshacerme de este fantasma.
Cada enferm@ de anorexia vive el trastorno de una manera muy particular, como es lógico. Pero también es cierto que compartimos unas pautas de razonamiento (o de paranoia) similares. Pautas que se presentan como un galimatías indescifrable para aquellas personas que tienen una relación más o menos normal con la alimentación y con su peso. A pesar de mi larga trayectoria por este desierto, todavía me sorprende a veces que los demás no consideren lógica nuestra forma de razonar o que sean capaces de planificar una rutina diaria que no bascule alrededor de la comida y de la ingesta de calorías.
Estaría bien que las personas anoréxicas tuviéramos un altavoz a través del cual gritar nuestras frustaciones, un foro en el que compartir experiencias, empatizar con el sufrimiento, la alegría o el miedo del proceso sanador, cagarnos en la jodida báscula o lo que cada cual quiera expresar. Por eso, este blog es una invitación a toda la gente que padece anorexia y se hace extensiva a todas aquellas personas que sufren algún otro desorden alimentario (más allá de las etiquetas clásicas de bulimia, trastorno por atracón, etc). Yo espero utilizarlo como una válvula de escape, como un instrumento terapeútico, hasta que me aburra o mientras me haga un servicio. ¡Ojala otras personas afectadas se animaran a compartir conmigo sus experiencias, comentarios, críticas o lo que crean adecuado en cada momento! Les espero con los brazos abiertos.